Había una vez una niña llamada Temple Grandin que no habló hasta los tres años y medio. Por suerte, sus padres se dieron cuenta de que necesitaba un poco de ayuda extra y contrataron a un terapeuta del lenguaje.
La madre de Temple notaba que su hija era diferente, pero no se dio cuenta hasta tiempo después de que era autista. El cerebro de una persona autista está configurado de una manera ligeramente distinta, y su experiencia del mundo es diferente a la de los demás. Como muchos niños autistas, Temple Grandin tenía una piel súper sensible: la ropa le picaba mucho, así que siempre tenía que usar camisetas y pantalones muy suaves. Tampoco le gustaba que la abrazaran, pero le encantaba la sensación de sentirse presionada.
En aquel tiempo la gente no entendía el autismo. No querían que les etiquetaran como autista, aunque eso podía significar muchas cosas diferentes. Los niños autistas están en un espectro que puede ir desde un nivel de genios hasta niños con grandes discapacidades de desarrollo o incapacidades de hablar. Pero temple no tuvo miedo de hablar sobre su autismo ni de explicar cómo su cerebro trabaja de una manera distinta. -No pienso en palabras -solía decir-. Pienso en imágenes ¡como una vaca!
Temple Grandin comprendió instintivamente cómo entender el mundo con los animales, y se convirtió en una profesora de ciencias animales mundialmente famosa que defendió con pasión el tratar con humanidad al ganado en un brillante libro llamado “Los animales nos hacen humanos”.